Gian Lorenzo Bernini
Escultor portentoso y
arquitecto visionario, Bernini puso su inmenso talento al servicio de los papas
y de su proyecto de convertir Roma en la capital artística de la Cristiandad.
FuenteGian Lorenzo Bernini
Hombre excepcional, artífice sublime, nacido por
disposición divina y para que la gloria de Roma ilumine el siglo». Así se
refería el papa Urbano VIII al escultor y arquitecto Gian Lorenzo Bernini. No
era para menos: los pontífices del siglo XVII tenían mucho que agradecer al
artista genial que, a lo largo de sesenta años de incansable actividad, forjó
muchas obras emblemáticas de la Roma de la Contrarreforma. La basílica de San
Pedro tal como hoy la contemplamos, con el célebre baldaquino de bronce, la Scala
Regia y la majestuosa perspectiva de la plaza, es tan sólo una parte de su
extraordinario legado.
«Su talento es de los mejores que jamás haya formado la
naturaleza, ya que, sin haber estudiado, tiene casi todas las ventajas que las
ciencias dan al hombre», decía de él también el coleccionista y mecenas francés
Fréart Chantelou, que lo conoció durante su estancia en Francia. En efecto,
Bernini no cursó ningún estudio regular y, aunque sabía leer y escribir, no
conocía el latín; supuesta ignorancia que, según algunos autores, lejos de
perjudicarle le sirvió para dejar de lado los prejuicios académicos y expresar
ideas de gran originalidad. Su auténtica formación la adquirió junto a su
padre, un escultor florentino trasladado a Roma, en cuyo taller aprendió a
dibujar y a esculpir tomando como modelos obras antiguas.
Un joven prodigio
Muy pronto lo tomó bajo su mecenazgo el cardenal Scipione
Borghese, un sobrino y secretario del papa Pablo V que había amasado una enorme
fortuna. Para decorar los jardines de la villa Borghese realizaría Bernini sus
primeras esculturas notables, como El rapto de Proserpina y Apolo y Dafne. El
virtuosismo técnico y la extraordinaria expresividad de estas piezas dieron a
Bernini una fama instantánea como escultor que se prolongaría durante toda su
carrera. El citado Chantelou, por ejemplo, decía que sus estatuas revelaban «un
talento completamente particular para expresar las cosas con la palabra, el
rostro y la gesticulación, y para hacerlas ver tan agradablemente como los más
grandes pintores han sabido hacerlo con los pinceles».
En 1623, el acceso al trono papal del cardenal Maffeo
Barberini, que tomó el nombre de Urbano VIII, propulsó a Bernini al primer
plano de la escena artística. El nuevo pontífice, deseando emular a los grandes
papas mecenas del Renacimiento, vio en Bernini a un nuevo Miguel Ángel, un
«hombre universal» capaz de llevar el arte católico a las máximas cotas de
perfección. Enseguida le encargó la decoración de la basílica de San Pedro,
donde Bernini realizó el baldaquino del altar mayor de San Pedro y la tumba
monumental del propio Urbano VIII. En el año 1629 asumió, además, la dirección
de las obras de la basílica, responsabilidad que mantendría hasta su muerte.
Escultor portentoso y
arquitecto visionario, Bernini puso su inmenso talento al servicio de los papas
y de su proyecto de convertir Roma en la capital artística de la Cristiandad.
FuenteGian Lorenzo Bernini
FuenteGian Lorenzo Bernini
Hombre excepcional, artífice sublime, nacido por
disposición divina y para que la gloria de Roma ilumine el siglo». Así se
refería el papa Urbano VIII al escultor y arquitecto Gian Lorenzo Bernini. No
era para menos: los pontífices del siglo XVII tenían mucho que agradecer al
artista genial que, a lo largo de sesenta años de incansable actividad, forjó
muchas obras emblemáticas de la Roma de la Contrarreforma. La basílica de San
Pedro tal como hoy la contemplamos, con el célebre baldaquino de bronce, la Scala
Regia y la majestuosa perspectiva de la plaza, es tan sólo una parte de su
extraordinario legado.
«Su talento es de los mejores que jamás haya formado la
naturaleza, ya que, sin haber estudiado, tiene casi todas las ventajas que las
ciencias dan al hombre», decía de él también el coleccionista y mecenas francés
Fréart Chantelou, que lo conoció durante su estancia en Francia. En efecto,
Bernini no cursó ningún estudio regular y, aunque sabía leer y escribir, no
conocía el latín; supuesta ignorancia que, según algunos autores, lejos de
perjudicarle le sirvió para dejar de lado los prejuicios académicos y expresar
ideas de gran originalidad. Su auténtica formación la adquirió junto a su
padre, un escultor florentino trasladado a Roma, en cuyo taller aprendió a
dibujar y a esculpir tomando como modelos obras antiguas.
Un joven prodigio
Muy pronto lo tomó bajo su mecenazgo el cardenal Scipione
Borghese, un sobrino y secretario del papa Pablo V que había amasado una enorme
fortuna. Para decorar los jardines de la villa Borghese realizaría Bernini sus
primeras esculturas notables, como El rapto de Proserpina y Apolo y Dafne. El
virtuosismo técnico y la extraordinaria expresividad de estas piezas dieron a
Bernini una fama instantánea como escultor que se prolongaría durante toda su
carrera. El citado Chantelou, por ejemplo, decía que sus estatuas revelaban «un
talento completamente particular para expresar las cosas con la palabra, el
rostro y la gesticulación, y para hacerlas ver tan agradablemente como los más
grandes pintores han sabido hacerlo con los pinceles».
En 1623, el acceso al trono papal del cardenal Maffeo
Barberini, que tomó el nombre de Urbano VIII, propulsó a Bernini al primer
plano de la escena artística. El nuevo pontífice, deseando emular a los grandes
papas mecenas del Renacimiento, vio en Bernini a un nuevo Miguel Ángel, un
«hombre universal» capaz de llevar el arte católico a las máximas cotas de
perfección. Enseguida le encargó la decoración de la basílica de San Pedro,
donde Bernini realizó el baldaquino del altar mayor de San Pedro y la tumba
monumental del propio Urbano VIII. En el año 1629 asumió, además, la dirección
de las obras de la basílica, responsabilidad que mantendría hasta su muerte.
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